El mundo está viviendo una revolución energética. En los últimos 15 años, más o menos, los enormes avances tecnológicos han hecho que, en muchos casos, sea más barato generar electricidad a partir de energía solar y eólica que quemando combustibles fósiles. La Ley de Reducción de la Inflación ‒que, a pesar de su nombre, es sobre todo una normativa para combatir el cambio climático‒ persigue acelerar la transición a las renovables y electrificar lo más posible la economía. Si este intento da resultados con suficiente rapidez y es emulado por otros países, podría ayudarnos a evitar la catástrofe climática.
Sin embargo, incluso antes de que la ley entrara en vigor, Estados Unidos ya estaba experimentando un auge de las energías renovables. A la cabeza de esta expansión se encontraba un lugar sorprendente: Texas.
Para ser justos, California tiene más energía solar, además de mucha electricidad geotérmica, pero Texas domina en energía eólica. Y, en general, California es ‒incluso los progresistas tienen que reconocerlo‒ un estado en el que el NIMBY, acrónimo en inglés de “no en mi patio trasero [o su equivalente en español SPAN, “sí, pero aquí no”], a veces parece deslizarse hacia el territorio del Banana [acrónimo en inglés de “no construir absolutamente nada cerca de ningún sitio”]. Por eso la vivienda es tan cara y escasa, y la burocracia ha enmarañado la energía verde. Sean cuales sean sus defectos (que son muchos), Texas es un lugar donde se puede construir cosas, lo cual ha incluido un montón de aerogeneradores.
Cabría pensar, por tanto, que los políticos texanos se alegran del auge de las renovables, que son buenas para la economía del estado y hacen publicidad de sus políticas de laissez-faire.
Pero no. Los republicanos de la Asamblea Legislativa de Texas se han puesto en contra de las energías limpias e inagotables y han propuesto una serie de medidas para subvencionar los combustibles fósiles, imponer restricciones que podrían bloquear muchos proyectos de energías renovables, e incluso cerrar quizá numerosas instalaciones ya existentes. No parece que las peores de estas medidas hayan llegado a la legislación más reciente, pero aun así, esas leyes favorecen enormemente a los combustibles fósiles frente a un sector que es razonable afirmar que representa el futuro energético de Texas.
Entonces, ¿qué está pasando aquí? ¿Por qué los republicanos de Texas ven ahora al viento como un enemigo? Podría pensarse que la respuesta es la codicia, y seguramente lo sea en parte. Sin embargo, desde una perspectiva más amplia, yo diría que la energía renovable se ha convertido en víctima del virus de la mentalidad antiwoke [el equivalente a nuestro antiprogre].
Hablemos primero de la codicia. Sí, Texas es un estado en el que las grandes empresas consiguen lo que quieren. Y el sector de los combustibles fósiles tiene un largo historial de hacer todo lo posible por torpedear la acción climática, no solo cabildeando contra las políticas que favorecen las energías verdes, sino también fomentando el negacionismo climático.
No obstante, hay varias razones para dudar de que el giro de Texas contra las energías limpias sea una simple cuestión de avaricia empresarial. Para empezar, en el estado, las energías renovables ya son un gran negocio por sí mismo que ha atraído miles de millones en inversiones y emplea a millares de trabajadores, lo cual debería actuar como contrapeso a los intereses de la industria fósil.
Es más, gran parte de las inversiones texanas en energías verdes en realidad proceden de empresas que tienen su origen en los combustibles fósiles. En consecuencia, incluso a algunas compañías petroleras y gasísticas les conviene desde un punto de vista económico permitir que la expansión de las renovables continúe.
Por último, el petróleo y el gas se comercializan en los mercados mundiales. Los precios que reciben los productores, y por consiguiente, sus beneficios, los determinan más los acontecimientos mundiales como la invasión rusa de Ucrania, que de dónde saca Texas la electricidad (aunque, evidentemente, esto último importa a los propietarios de las centrales eléctricas).
De modo que, no creo que el rechazo del estado a su propio éxito en el sector de la energía tenga que ver totalmente, ni siquiera principalmente, con la codicia. Más bien, las renovables se han visto envueltas en las guerras culturales. En cierto sentido, es algo muy parecido al enfrentamiento de Ron DeSantis con Walt Disney, que desde un punto de vista político parece una verdadera locura: ¿por qué boicotear el turismo, uno de los pilares de la economía de Florida? Pero en los tiempos que corren, a menudo es importante no seguir al dinero.
Derechistas como Elon Musk y DeSantis le han cogido el gusto a referirse al supuesto poder del “virus de la mentalidad progre” para explicar por qué las grandes empresas son tolerantes con el liberalismo social e incluso lo miman. Necesitan invocar este misterioso contagio para no tener que admitir la explicación obvia: la mayoría de los estadounidenses se han vuelto relativamente liberales en cuestiones sociales ‒fíjense en el cambio de actitud con respecto a los matrimonios del mismo sexo‒ y las empresas han ido adaptándose a su base de clientes.
Pero mientras que hablar del virus de la mentalidad progre puede ser a la vez siniestro y ridículo, yo diría que realmente existe lo que podríamos llamar el virus de la mentalidad antiprogre, una infección que no se transmite entre personas, sino entre temas.
Explico cómo funciona. Una facción importante de estadounidenses, cada vez más dominante en el Partido Republicano, odia todo lo que considera progre, lo cual a su modo de ver significa tanto cualquier reconocimiento de la injusticia social como cualquier insinuación de que la gente debería hacer sacrificios, o siquiera aceptar leves inconvenientes, en aras del bien común. Por eso les da rabia la idea de que el racismo es y sigue siendo un mal que exige determinados cambios a la sociedad; y también les da rabia la idea de que las personas, por ejemplo, tengan que llevar mascarilla para proteger a los demás cuando hay una pandemia o reducir las actividades dañinas para el medio ambiente.
Esta rabia es comprensible hasta cierto punto, pero no excusable. Lo raro es la manera en que se contagia a actitudes relacionadas con cuestiones que, aunque en realidad no tienen que ver con el progresismo, se perciben como adyacentes a él.
El ejemplo ya clásico es la manera en que la hostilidad contra la obligatoriedad de la mascarilla, cuyo principal objetivo era proteger a los demás, se convirtió en una oposición con una alta carga partidista a la vacunación contra la covid, cuyo principal objetivo era protegerse a uno mismo. Desde un punto de vista lógico, esta traslación no tiene sentido, pero aun así, ocurrió.
Creo que lo mismo puede decirse de la política energética. A estas alturas, invertir en energías renovables es, sencillamente, una buena propuesta de negocio. Los republicanos de Texas han tenido que abandonar su propia ideología a favor del mercado libre y contra la regulación en un
esfuerzo por estrangular la energía eólica y solar. Pero las energías renovables son algo que defienden los ecologistas y que promueve el Gobierno de Biden, por lo que, en las mentes de los derechistas texanos, el viento se ha vuelto progre, y la energía eólica se ha convertido en algo que combatir aunque ello perjudique a las empresas y cueste dinero y puestos de trabajo al estado.
Si todo esto parece una locura, es porque lo es. Pero así es Texas ‒y me temo que gran parte de Estados Unidos‒ en 2023.
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